Todos los veranos de mi infancia y mi adolescencia hoy nos
despertaba el repicar insistente de las campanas. Era imposible ignorar esa
llamada. El sonido invadía nuestra habitación y nos arrancaba del sueño. Teníamos
el campanario de la iglesia casi encima de nuestras cabezas. Los petardos y los
primeros acordes de la banda de música acababan de desvelarnos después de una larga noche de fiesta. Con los años, al malestar físico propio de dormir poco y trasnochar habría que sumarle
la resaca.
Y sin embargo, a pesar del sueño, del dolor de cabeza y del
cansancio, la procesión de las doce del Día de la Virgen era una cita ineludible
para todos, o al menos para mí. Me pasaba el año esperando ese momento donde todos lucían sus mejores galas. Aquel día estrenábamos siempre ropa nueva que habiámos comprado expresamente "para el día de la Virgen". En una época en que no comprábamos tanta ropa como ahora, estrenar era casi un acontecimiento limitado a Navidad y a las fiestas de agosto. Aquel era el encuentro donde todo el pueblo se encontraba, los que vivían allí y los
forasteros como nosotros que en verano duplicábamos la población. Así que a
veces saltaba de la cama quince minutos antes de empezar y sin ducharme, sin
desayunar y con los ojos rojos me ponía un vestido nuevo y, a veces también estrenaba zapatos, decisión de la que solías arrepentirte antes de acabar la vuelta al pueblo. Si no asistías a la procesión no existías, si no estrenaba
ropa no eras nadie. Mis tías no dudaban en plantarse sus vestidos estampados de
flores y sus zapatos de tacón de colores llamativos, sus pendientes dorados y
sus pulseras tintineantes. Mi abuela, y también mi madre que en eso más se parecía
a su suegra que sus propias hijas presumidas y sociables, muchos años preferían
quedarse en casa y evitarse el calor, el gentío y el festival de saludos y cotilleos.
Pero yo que en eso siempre he sido más parecida a mis tías que a mi madre y no me perdía por nada del mundo la pasarela social del año.
Después de la procesión y de la misa, llegaba el tercer acto de la representación que se celebraba en los bares con una cerveza para los hombres, un bitter kas para las mujeres y una fanta para los niños. Había que buscar bares con sombra o bajo las hojas de parra. Algunas mujeres, sobre todo las autóctonas regresaban a
casa a deshacerse de los disfraces y ponerse el delantal para preparar la gran
comida familiar. Las mujeres forasteras, la mayoría de ciudad y por lo tanto más
modernas y atrevidas, acostumbraban a acompañar a los hombres a los bares a tomar el
aperitivo antes de comer.
Era un día de celebración familiar muy especial, donde nos reuníamos
todos para comer. Como si fuera la comida de Navidad, pero en verano y con la
familia paterna. Los primeros años recuerdo que comíamos en casa, pero las
mujeres se rebelaron por tener que pasarse toda la mañana cocinando. Así que
pronto empezamos a ir a comer a un restaurente, cosa poco habitual en aquellos años. Pagaba mi abuelo como gran patriarca de la
familia. Pequeño, sentimental y de lágrima fácil pero nadie dudaba que suya era
la autoridad y quién mandaba en casa. Aquel día se sentía orgulloso de poder
pagar la comilona a toda su prole de hijos y nietos. Seguramente era el único extra, el único
dispendio que se permitían en todo el año en aquella casa de austeridad y
sencillez. Luego, en los cafés era frecuente que se le empeñaran los ojos vaticinando
que aquel sería el último verano que estaría entre nosotros. Mi padre se pasó
también media vida anunciando su muerte temprana.
Con el tiempo, la muerte de los abuelos, de los padres y de
los tíos, los desencuentros familiares, las nuevas familias, otro tipo de vacaciones
viajando por el mundo, no hemos vuelto a reunirnos, pero todos seguimos acordándonos
de aquellas comidas familiares y, estemos donde estemos, intentamos ir a comer
fuera. Y esperamos el momento en que el abuelo echa mano al bolsillo para sacar los bitleltes. Como si pudiera volver a invitar el abuelo.
precioso relato, he sido por un rato parte de tu familia <3
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