dissabte, 15 d’agost del 2020

La comida la paga el abuelo

 

Todos los veranos de mi infancia y mi adolescencia hoy nos despertaba el repicar insistente de las campanas. Era imposible ignorar esa llamada. El sonido invadía nuestra habitación y nos arrancaba del sueño. Teníamos el campanario de la iglesia casi encima de nuestras cabezas. Los petardos y los primeros acordes de la banda de música acababan de desvelarnos después de una larga noche de fiesta. Con los años, al malestar físico propio de dormir poco y trasnochar habría que sumarle la resaca.

Y sin embargo, a pesar del sueño, del dolor de cabeza y del cansancio, la procesión de las doce del Día de la Virgen era una cita ineludible para todos, o al menos para mí. Me pasaba el año esperando ese momento donde todos lucían sus mejores galas. Aquel día estrenábamos siempre ropa nueva que habiámos comprado expresamente "para el día de la Virgen". En una época en que no comprábamos tanta ropa como ahora, estrenar era casi un acontecimiento limitado a Navidad y a las fiestas de agosto. Aquel era el encuentro donde todo el pueblo se encontraba, los que vivían allí y los forasteros como nosotros que en verano duplicábamos la población. Así que a veces saltaba de la cama quince minutos antes de empezar y sin ducharme, sin desayunar y con los ojos rojos me ponía un vestido nuevo y, a veces también estrenaba zapatos, decisión de la que solías arrepentirte antes de acabar la vuelta al pueblo. Si no asistías a la procesión no existías, si no estrenaba ropa no eras nadie. Mis tías no dudaban en plantarse sus vestidos estampados de flores y sus zapatos de tacón de colores llamativos, sus pendientes dorados y sus pulseras tintineantes. Mi abuela, y también mi madre que en eso más se parecía a su suegra que sus propias hijas presumidas y sociables, muchos años preferían quedarse en casa y evitarse el calor, el gentío y el festival de saludos y cotilleos. Pero yo que en eso siempre he sido más parecida a mis tías que a mi madre y  no me perdía por nada del mundo la pasarela social del año.

Después de la procesión y de la misa, llegaba el tercer acto de la representación que se celebraba en los bares con una cerveza para los hombres, un bitter kas para las mujeres y una fanta para los niños. Había que buscar bares con sombra o bajo las hojas de parra. Algunas mujeres, sobre todo las autóctonas regresaban a casa a deshacerse de los disfraces y ponerse el delantal para preparar la gran comida familiar. Las mujeres forasteras, la mayoría de ciudad y por lo tanto más modernas y atrevidas, acostumbraban a acompañar a los hombres a los bares a tomar el aperitivo antes de comer.

Era un día de celebración familiar muy especial, donde nos reuníamos todos para comer. Como si fuera la comida de Navidad, pero en verano y con la familia paterna. Los primeros años recuerdo que comíamos en casa, pero las mujeres se rebelaron por tener que pasarse toda la mañana cocinando. Así que pronto empezamos a ir a comer a un restaurente, cosa poco habitual en aquellos años. Pagaba mi abuelo como gran patriarca de la familia. Pequeño, sentimental y de lágrima fácil pero nadie dudaba que suya era la autoridad y quién mandaba en casa. Aquel día se sentía orgulloso de poder pagar la comilona a toda su prole de hijos y nietos.  Seguramente era el único extra, el único dispendio que se permitían en todo el año en aquella casa de austeridad y sencillez. Luego, en los cafés era frecuente que se le empeñaran los ojos vaticinando que aquel sería el último verano que estaría entre nosotros. Mi padre se pasó también media vida anunciando su muerte temprana.

Con el tiempo, la muerte de los abuelos, de los padres y de los tíos, los desencuentros familiares, las nuevas familias, otro tipo de vacaciones viajando por el mundo, no hemos vuelto a reunirnos, pero todos seguimos acordándonos de aquellas comidas familiares y, estemos donde estemos, intentamos ir a comer fuera.  Y esperamos el momento en que el abuelo echa mano al bolsillo para sacar los bitleltes. Como si pudiera volver a invitar el abuelo.

diumenge, 2 d’agost del 2020

Gerda Taro, la leica y la maleta mexicana

Un nuevo caso de mujer que ha pasado a la historia por ser la “pareja de” aunque reunía méritos propios para hacerlo en su propio nombre, aunque fuera con un pseudónomio. Gerda Taro, nacida Gerta Pohorylle, fue una de las pioneras del fotoperiodismo. Además, tiene el triste honor de ser considerada la primera mujer fotoperiodista que cubrió un frente de guerra y la primera muerta en el campo de batalla. Fue en la Guerra Civil española hizo ayer justamente 83 años.

En la Guerra Civil española nace el fotoperiodismo cuando algunos fotógrafos se trasladan al frente parar cubrir la contiendan y sus fotos son compradas por medios internacionales para informar del conflicto. Taro lo hace a través de la agencia Capa que había fundado junto con su pareja, Robert Capa cuyo nombre y personaje también es obra suya. Aquellos primeros fotógrafos crean el fotoperiodismo de guerra con una mirada cercana, descarnada, desprovista de grandilocuencia, retratando la vida cotidiana, los detalles del frente y de la retaguardia, siendo testimonio de la realidad de la guerra moderna que no son las grandes batallas de los libros de historias sino los hombres tras las trincheras solitarios con un fusil al hombro.

Me ha llevado a profundizar un poco más en  la vida y obra de Gerda Taro le lectura de
“La chica de la leica” de Helena Janeczek que ganó el premio Strega que siempre me parece una garantía. Sin embargo, y una vez más esta temporada, no ha sido una lectura fácil. No se si mi impresión habría cambiado de leer la novela en italiano que es como está escrita originalmente, así que no sé si es un tema de la traducción o del estilo de la autora pero la construcción de las frases, los rodeos, el hilo narrativo me ha expulsado a menudo de la lectura, y he tenido que esforzarme por volver a sumergirme una vez tras otra. Puede que también sea porque la historia de Gerda está contada a través de tres personajes testimonio que explican su vida desde tres puntos de vista de personas que la quisieron. Un amigo eternamente enamorado de ella, su novio de juventud y su mejor amiga y compañera de piso. Ese punto de vista para explicar la historia me parece muy interesante y un reto que hace tiempo que también intento trabajar, pero es realmente muy complicado poder enganchar narrando una historia cuando te lo cuenta alguien que sólo vivió fragmentos. Por eso, la experiencia de Taro en la Guerra civil española en esta novela es mínima puesto que ninguno de los tres narradores compartió esas vivencias con ella. Sin embargo, sí que resulta muy interesante descubrir a la jovencita entusiasta, comprometida, rebelde en la Alemania de entreguerras.  Me ha hecho pensar en otras historias de jóvenes extraordinarias que vivieron esta época y cuyas biografías leí hace tiempo como la de Annemarie Schwarzenbach que recuperó Melania Mazzuco en “Ella tan amada” o la obra “Tu no eres como las otras madres” de Angelika Schrobsdorff. 

 

Vinculada a los movimientos obreros y socialistas a principios de los años 30 en pleno ascenso del nazismo, tiene que huir de Alemania después de ser detenida. Y llega a París de los años 30 que también es un escenario fascinante que conocemos sobre todo a través de la narración de su amiga con quién comparten piso. En ese París donde se reúnen muchos refugiados de países donde está triunfando el totalitarismo, donde bulle la creatividad y el arte, el pensamiento. El París era una fiesta de Hemingway.

Taro murió en un fatídico accidente como decía el 1 de agosto de 1937 en la batalla de Brunete cuando volcó el coche en el que iba subida al estribo y salió disparada del vehículo yendo a caer debajo de un tanque del Ejercito Republicano. Su funeral se convirtió den un desfile de banderas rojas en París de todas la persona que estimaban a aquella joven fascinante. Tenía solamente 27 años.

La novela finaliza con una apasionante historia, la de la maleta mexicana. Se trata de la aventura por salvar de las manos de los nazis, y salvar como testimonio para la Historia, las fotografías que hicieron de la Guerra Civil española Capa, Taro y David Saymour (Chim). Los tres fotoperiodistas y amigos mandaban a su agencia Capa en París. Ante la inminente llegada de los nazis a París, uno de los amigos del grupo y fotógrafo también conocido como Csiki hizo una selección de las fotografías, la metió en una maleta y se fue en bicicleta hasta Burdeos atravesando una Francia en guerra con el objetivo de llegar hasta la costa y salvar el legado de los tres fotógrafos. No pudo llegar hasta la costa y le entregó los negativos a un chileno para que los llevara a su consulado. Ahí se pierde el hilo de la aventura. Csiki consiguió huir de Europa a tiempo y vivió exiliado en México donde se casó con la artista Leonora Carrington, de la que hablé justamente en el post anterior.

Las 450 fotografías y negativos se creyeron perdidos durante años. En 1995, en su lecho de muerte la hija del general mexicano Francisco Javier Aguilar Gonzalez le entrega una bolsa abandonada en un armario con cajas a hijo de un amiga suya, el director de cine Benjamín Tarver. Tarver descubre que en las bolsas hay unas cajas con negativos que pone “Espagne” con los nombres de Capa, Taro y Chim. Aguilar González había sido embajador de México ante el Gobierno de Vichy entre los años 1941 y 1942 y alguien le había entregado la maleta antes de coger un barco en Marsella lleno de refugiados españoles que se exiliaban a México.

Esta historia me ha llevado también a ver el documental “Lamaleta mexicana” que explica esa historia. Recuerdo que visité la exposición de las fotografías que estaban en la maleta en el MNAC hace unos años cuando pasó por Barcelona. Ahora que conozco mejor la historia, me gustaría verla otra vez. La maleta y los negativos se encuentran actualmente en el Centro Internacional de Fotografía de Nueva York.