Para empezar las cosas por el principio, el viaje a Vietnam
debería iniciarse en Hanoi donde se inició la historia del país.
Esta ciudad milenaria
(en 2010 celebró sus 1.000 años de existencia), fue erigida según los principios
de la geomancia que establecía un orden cosmológico. Para ellos se necesitaba
una montaña, un río (el río Rojo), lagos y montes. Esto último faltaba en los
alrededores de Hanoi, así que decidieron construir unos montículos de forma
artificial.
Durante casi 800 años se llamó Thang Long, que tiene la
preciosa traducción de “ciudad del dragón alzando el vuelo”. Y justamente hoy
es la capital de ese dragón del sudeste asiático que es Vietnam lanzándose al
desarrollo económico. Más tarde cambió su nombre por el actual que tampoco le
viene mal puesto que significa “ciudad de la prosperidad creciente”.
Posiblemente una de las visitas imprescindibles es el
barrio de los comerciantes y artesanos, 36 calles del centro histórico que están
pendiente de ser reconocidas como Patrimonio de la Unesco. Hasta allí nos
desplazamos en ciclo-taxi, creyendo morir durante los primeros cinco minutos
por culpa de la locura del tráfico donde te sientes el elemento más vulnerable.
Y luego divirtiéndote en medio de la marea de camiones, coches, motos (muchas
motos, tantas motos como no habíamos visto nunca, pero no sabíamos que en Saigón
íbamos a ver muchísimas más). Y los últimos cinco minutos del ciclo taxi
creyendo que realmente vas a morir por la contaminación, que en realidad es más
baja que en Barcelona o Madrid. El barrio de las 36 calles está formado por
edificios de dos o tres plantas muy decorados y con fachadas estrechas. Se
llaman “casas tubo” y se construyeron porque se pagan los impuestos por
terreno, así que decidieron hacer las casas estrechas.
El barrio está junto al lago Hoan Kiem cruzado por un
coqueto puente rojo. Y al otro lado se haya el barrio francés que aún conserva
su catedral, un inspiración triste de Notre Dame de París, como un vestigio del
pasado francés de la que fuera capital de la Indochina francesa. Durante los
años ochenta y noventa todo lo francófono estuvo prohibido y era sospechoso de
ir contra el régimen, así que todos aquellos que habían aprendido francés
tenían que olvidarlo, los profesores dedicarse a enseñar otras lenguas y leer a
escondidas literatura francesa. De hecho, en aquellos años estaba prohibido
hablar con extranjeros por la calle a no ser que fueran de países comunistas. Y
ya me diréis si es fácil a simple vista diferenciar un polaco de un belga.
Esa tarde nos pilló de improviso el primer chaparrón del
viaje y nos refugiamos en un bar hasta que escampó. Regresamos al hotel
caminando en un trayecto fascinante cuando ya las tiendas recogían. Era difícil
caminar porque había que hacerlo por la calzada llena de motos y bicis
circulando en todas direcciones, pero es que las estrechas aceras estaban
ocupadas por motos aparcadas, gente fregando los platos de casa, o pequeñas sillas
de plástico de pequeños bares donde la gente cenaba. Además el suelo es
irregular, con baldosas rotas o inexistentes y hay bolsas de basuras por todas
partes. Aún así nos divertimos sorteando
obstáculos y comprobando que ya éramos capaces de cruzar una calle sin
sobresaltarnos.
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