“Todos tenemos un río
en el que refugiarnos. Pensad en cuál es vuestro río y concentrarnos en esas
emociones”, nos decía la profesora de yoga en los momentos de relajación con
los que siempre se cierran las clases.
“¿Yo tengo un río? ¿Cuál es mi río?” me preguntaba yo perdiendo
el valioso tiempo de concentración repasando impaciente todas las imágenes de
arroyos, riachuelos y ríos grandes de las carpetas de archivos mentales. ¿Quizás el Delta del Ebro? ¿ O el Hudson
cruzando el Puente de Brooklyn? No, mejor el Sena desde el Pont dels Arts como
Oliveira buscando a la Maga en Rayuela. Ya está, ya lo tengo, el puente Gálata atravesando el Cuerno de Oro
con todos sus pescadores y el perfil de las mezquitas recortado en el
horizonte. Entonces me di cuenta que
esas imágenes no debían llevar la etiqueta de ríos sino la de puentes. No
sirven para el ejercicio. “Os sumergís en esas aguas, estás a solas, sentís la
paz y la tranquilidad”, continuaba la profesora y yo seguía con el análisis mental
mientras el resto ya estaban en profunda relajación. No sirven porque no puedo bañarme en el
Sena o en el Bósforo.
De pronto, sentí el agua mojándome las rodillas y saltó a
primera línea una imagen antigua y perdida en el fondo oscuro de los recuerdos,
sepultada por el polvo y con las bombillas de 125 fundidas que ya no se pueden
reponer.
Y reconocí el río de mi infancia. Ni siquiera alcanza la
categoría de río. Es un riachuelo. Tampoco tiene nombre propio, o al menos yo
no lo recuerdo. En mi entorno todo el mundo se refería a él por su nombre
común. “Vamos a pasar el día al río”. Es verano, es agosto en el pueblo de mi
padre en Almería. No sé cuántos años tengo, tal vez 6. No sé si mi hermana
ya había nacido, o aún era hija única. Pero tengo recuerdo de ser consciente, a
esa edad, de que era uno de los días más felices de mi vida. Incluso creo habérselo
dicho a mi madre al volver a casa.
En el borde del río en un espacio demasiado pequeño hay
algunas mesas y sillas colocadas de forma dispersa, aprovechando los
espacios más planos del terreno. No recuerdo si había ensalada, pero seguro que era así porque estaba mi tía. Y fritada de conejo que nunca faltaba. Lo
que sí que puedo ver es una paella haciéndose en un rincón sobre unas piedras.
Me pregunto cómo la cocinaban. ¿Encendieron un fuego en el campo? Entonces no
había demasiada conciencia del peligro de incendios. Tampoco de otros peligros.
Seguro que ninguno de nosotros se puso crema solar. Recuerdo mirarme las
mejillas enrojecidas en el espejo al volver a casa y alégrame de lo bonita que me hacían en
contraste con un vestido blanco de lunaritos de colores que llevaba.
Veo también las botellas de cerveza y refresco, e incluso
una sandía, dentro del agua, ancladas
con piedras en un recodo del río. Las miraba curiosa porque no entendía qué hacían allí y me hipnotizaban los saltitos y vueltas de la sandía por efecto de
la corriente. No estaba todo el tiempo mirando embobada el agua, debía jugar
con mis primos imagino, y de vez en cuando corría haciendo aspavientos porque
había avispas. En el pueblo siempre había avispas. Una
vez le picó una a mi padre mientras hablaba conmigo por el móvil. Eso fue
muchos años después, cuando yo ya era demasiado mayor para querer ir al pueblo
y prefería quedarme en Barcelona.
Estamos toda la familia. Cuando todos nos llevábamos bien y
las diferencias, los malos entendidos, el orgullo y el egoísmo no nos había
separado aún. Cuando todos estaban vivos. Hoy faltan tantas personas de esa
imagen. Creo que la mitad están muertos. Mis abuelos, todos mis tíos, mi padre.
Menos mi madre, ya sólo quedamos los de mi generación. Y aún no tengo 40 años. Ellas llevaban camisas estampadas y pantalones
cortos. Me sorprende ver a mi madre con pantalón corto pero me doy cuenta que
aunque a mí me pareciese entonces mayor ella debía tener entonces unos 30 años,
mucho más joven que yo.
Después de comer mientras los abuelos y los hombres hacen
las siesta, el resto remontamos el río, andando dentro del agua, mojándonos
sólo hasta las rodillas no fuera a ser que tuviéramos un corte de digestión. El
sol de las 4 llega matizado a través de los árboles. El suelo es irregular y
cuesta caminar, pero llevamos aquellas sandalias azules de plástico
tan horribles pero prácticas para ese momento. Mis tías, que son tan alegres y dicharacheras con sus cabellos rubios y rojos, los labios y ojos pintados en el campo ,
cantan. Tengo recuerdo de mi tía Julia cantando tiempo después caminando por el
curso de un río seco no muy lejos de allí. “Cartita que va a la luna …” “Cuando
se acuesta Lorenzo, se levanta la Julita”, la voz cantarina de mi tía forma
parte de la banda sonora de esos momentos felices en medio del tedio de los
veranos en el pueblo.
Soy una niña demasiado quejica. Me dan miedo los pececillos que
rozan los tobillos, me molestan los guijarros que se clavan en la planta de los
pies, voy en estado de alerta por si aparecen más avispas. Tal vez mi prima
Mari me coja de la mano. Tal vez mi primo Christian intente empujarme para
tirarme al agua. Pero igualmente yo sabía quera era feliz.
Y sin embargo con las piernas en el río, y en medio de la
relajante clase de yoga siento ganas de llorar y se me humedecen los ojos.
La profesora de yoga apaga la música, enciende la luz y me
quema la vista. Después voy a nadar a la piscina, que son otros ríos de mi
presente.
Hay una frase que me encanta: "Ningún hombre puede cruzar el mismo río dos veces, porque ni el hombre ni el agua serán los mismos" pero no solo has vuelto sino que nos has llevado contigo <3
ResponElimina